Margaret Atwood -The loneliness of the military historian- |
Wednesday, May 03, 2006 |
The loneliness of the military historian Margaret Atwood (1939 - )
Confess: it’s my profession that alarms you. This is why few people ask me to dinner, though Lord knows I don’t go out of my way to be scary. I wear dresses of sensible cut and unalarming shades of beige, I smell of lavender and go to the hairdresser’s: no prophetess mane of mine, complete with snakes, will frighten the youngsters. If I roll my eyes and mutter, if I clutch at my heart and scream in horror like a third-rate actress chewing up a mad scene, I do it in private and nobody sees but the bathroom mirror.
In general I might agree with you: women should not contemplate war, should not weigh tactics impartially, or evade the word enemy, or view both sides and denounce nothing. Women should march for peace, or hand out white feathers to arouse bravery, spit themselves on bayonets to protect their babies, whose skulls will be split anyway, or, having been raped repeatedly, hang themselves with their own hair. These are the functions that inspire general comfort. That, and the knitting of socks for the troops and a sort of moral cheerleading. Also: mourning the dead. Sons, lovers, and so forth. All the killed children.
Instead of this, I tell what I hope will pass as truth. A blunt thing, not lovely. The truth is seldom welcome, especially at dinner, though I am good at what I do. My trade is courage and atrocities. I look at them and do not condemn. I write things down the way they happened, as near as can be remembered. I don’t ask why, because it is mostly the same. Wars happen because the ones who start them think they can win.
In my dreams there is glamour. The Vikings leave their fields each year for a few months of killing and plunder, much as the boys go hunting. In real life they were farmers. They come back loaded with splendour. The Arabs ride against Crusaders with scimitars that could sever silk in the air. A swift cut to the horse’s neck and a hunk of armour crashes down like a tower. Fire against metal. A poet might say: romance against banality. When awake, I know better.
Despite the propaganda, there are no monsters, or none that can be finally buried. Finish one off, and circumstances and the radio create another. Believe me: whole armies have prayed fervently to God all night and meant it, and been slaughtered anyway. Brutality wins frequently, and large outcomes have turned on the invention of a mechanical device, viz. radar. True, valour sometimes counts for something, as at Thermopylae. Sometimes being right— though ultimate virtue, by agreed tradition, is decided by the winner. Sometimes men throw themselves on grenades and burst like paper bags of guts to save their comrades. I can admire that. But rats and cholera have won many wars. Those, and potatoes, or the absence of them. It’s no use pinning all those medals across the chests of the dead. Impressive, but I know too much. Grand exploits merely depress me.
In the interests of research I have walked on many battlefields that once were liquid with pulped men’s bodies and spangled with exploded shells and splayed bone. All of them have been green again by the time I got there. Each has inspired a few good quotes in its day. Sad marble angels brood like hens over the grassy nests where nothing hatches. (The angels could just as well be described as vulgar or pitiless, depending on camera angle.) The word glory figures a lot on gateways. Of course I pick a flower or two from each, and press it in the hotel Bible for a souvenir. I’m just as human as you.
But it’s no use asking me for a final statement. As I say, I deal in tactics. Also statistics: for every year of peace there have been four hundred years of war.
La soledad del historiador bélico
Confiese que a usted lo que le alarma es mi profesión, motivo por el que pocos me invitan a cenar, -aunque Dios sabe que me esfuerzo por no dar miedo, que el corte de mis trajes es sensato huelo a lavanda, acudo al peluquero, y no presumo de crines de profeta, con serpientes y todo, por no alarmar a los más jóvenes. Si hago girar las órbitas y farfullo a veces, si me aferro a mi corazón y grito de pavor como actriz de tercera en escena demente, lo hago en la intimidad, sin más testigo que el espejo del cuarto de baño.
Por regla general, estoy de acuerdo: no deben las mujeres contemplar la guerra, ni sopesar sus tácticas con ánimo imparcial, ni evitar la palabra enemigo, ni ver ambos bandos sin decantarse por uno. Pero sí deberían marchar por la paz o repartir blancas plumas como premio al valor; sí deberían ensartarse en las bayonetas para proteger a los críos -cuyos cráneos de todos modos serán destrozados- y ahorcarse de sus propios cabellos tras ser violadas una y otra vez: son funciones ésas que inspiran paz y tranquilidad, como también tranquiliza verlas tejiendo calcetines para los soldados, subiéndoles la moral, y llorando a los muertos (hijos, amantes, etcétera, todos los niños asesinados).
Sin embargo, ahora diré algo franco y rotundo, nada amable .que espero se tome en serio, La verdad no suele ser bien recibida, -sobre todo a la hora del almuerzo- aunque provenga de un profesional tan experto como yo.
Me ocupo del coraje y de las atrocidades y las contemplo sin condenarlas; escribo las cosas tal como ocurrieron, con máxima precisión en los recuerdos, sin preguntar por qué, ya que casi da igual. Las guerras ocurren porque sus iniciadores creen en la victoria.
Dormido, sueño con cierta grandeza con campos que los vikingos abandonan para irse a saquear y matar unos meses al año, como chiquillos que salen de caza - cargados de esplendor regresan los que en la vida real fueron labriegos- y con musulmanes que luchan contra cruzados y cimitarras que cortan seda en el aire haciendo que torres enteras de armadura se desplomen y es la lucha del fuego contra el hierro o de lo romántico contra lo banal, como diría algún poeta.
Pero al despertar, más lúcido, sé bien que no hay monstruos (a pesar de la propaganda, ningún monstruo que al final pueda enterrarse; que si se acaba con uno, inventarán otro la radio y las circunstancias). Créanme si les digo que ejércitos enteros rezaron con fervor toda la noche, y los mataron igual. Suele vencer la brutalidad y hay hazañas fruto de dispositivos y de mecanismos como el radar. A veces, como en las Termópilas, cuenta el valor o tener la razón aunque a fin de cuentas el victorioso, por tradición, decide qué es virtud. Hombres hay que se inmolan por el bien de los otros, que explotan como granadas de vísceras: loable, sin duda... Creánme que también el cólera y las ratas y las patatas (o su carestía) ganaron muchas guerras.
De nada sirve (aunque impresione, claro) poner tanta medalla al pecho de los muertos... .Las grandes hazañas me deprimen.
Al servicio de la investigación muchos campos de batalla recorrí plagados de minas y de huesos, aún húmedos por la pulpa de cadáveres, campos que al llegar la primavera reverdecieron sitios debidamente reseñados...
Tristes ángeles marmóreos guardan como gallinas los nidos de hierba donde nada se incuba (ángeles que, según el ángulo de la cámara ,podemos llamar vulgares o implacables) y en sus portalones aparece mucho la palabra gloria. De todos esos sitios, lógicamente (porque soy tan humano como ustedes) corto siempre una o dos florecillas, para hacerme un souvenir, prensadas por la Biblia del hotel que me hospeda.
...Les ruego que no me pidan una declaración, mis artes son la táctica y la estadística; sólo diré que por cada año "de paz" hay cuatrocientos de guerra.
Versión de Amparo ArróspideLabels: Margaret Atwood |
posted by Alfil @ 9:56 AM |
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