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Elizabeth Bishop -The fish-
Monday, April 10, 2006
The fish
Elizabeth Bishop (EEUU, 1902-1988)

I caught a tremendous fish
and held him beside the boat
half out of water, with my hook
fast in a corner of his mouth.
He didn't fight.
He hadn't fought at all.
He hung a grunting weight,
battered and venerable
and homely. Here and there
his brown skin hung in strips
like ancient wallpaper,
and its pattern of darker brown
was like wallpaper:
shapes like full-blown roses
stained and lost through age.
He was speckled and barnacles,
fine rosettes of lime,
and infested
with tiny white sea-lice,
and underneath two or three
rags of green weed hung down.
While his gills were breathing in
the terrible oxygen
--the frightening gills,
fresh and crisp with blood,
that can cut so badly--
I thought of the coarse white flesh
packed in like feathers,
the big bones and the little bones,
the dramatic reds and blacks
of his shiny entrails,
and the pink swim-bladder
like a big peony.
I looked into his eyes
which were far larger than mine
but shallower, and yellowed,
the irises backed and packed
with tarnished tinfoil
seen through the lenses
of old scratched isinglass.
They shifted a little, but not
to return my stare.
--It was more like the tipping
of an object toward the light.
I admired his sullen face,
the mechanism of his jaw,
and then I saw
that from his lower lip
--if you could call it a lip
grim, wet, and weaponlike,
hung five old pieces of fish-line,
or four and a wire leader
with the swivel still attached,
with all their five big hooks
grown firmly in his mouth.
A green line, frayed at the end
where he broke it, two heavier lines,
and a fine black thread
still crimped from the strain and snap
when it broke and he got away.
Like medals with their ribbons
frayed and wavering,
a five-haired beard of wisdom
trailing from his aching jaw.
I stared and stared
and victory filled up
the little rented boat,
from the pool of bilge
where oil had spread a rainbow
around the rusted engine
to the bailer rusted orange,
the sun-cracked thwarts,
the oarlocks on their strings,
the gunnels--until everything
was rainbow, rainbow, rainbow!
And I let the fish go.


El pez

Agarré un tremendo pez
y lo sostuve al lado del bote
medio fuera del agua, mi anzuelo
asido firmemente a una comisura de su boca.
No dio pelea.
No había luchado en lo m mínimo.
Colgaba como peso desgarrador,
golpeado y venerable
y sin pretensiones. En un par de sitios
su piel marrón colgaba hecha jirones
como un empapelado antiguo,
y su diseño de marrón subido
se parecía al de un empapelado:
formas semejantes a las rosas florecidas,
descoloridas y acabadas por el tiempo.
Estaba moteado de lapas,
admirables rosetas de cal,
e infectado
de blancos piojillos de mar,
y de su parte inferior dos o tres
hilachas de algas verdes le colgaban.
Mientras sus branquias respiraban
el terrible oxígeno
—las temibles branquias,
avivadas y henchidas de sangre,
que pueden producir severas cortaduras—
pensé en la ordinaria carne blanca,
comprimida como un colchón de plumas,
en las espinas grandes y pequeñas,
en ios dramáticos rojos y negros
de sus relucientes entrañas,
y en la vejiga rosada
cual una inmensa flor de peonía.
Lo miré a los ojos
que eran bastante m grandes que los míos
pero más chatos y amarillentos,
los iris reforzados y comprimidos
por papel de aluminio empañado,
a través de los lentes
de mica vieja y rayada.
Se movieron un poco, pero no
para devolverme la mirada.
—Más bien parecía como cuando
un objeto se inclina hacia la luz.
Admiré su cara hinchada,
el armazón de su quijada,
y entonces noté
que de su labio inferior
—si pudiera llamársele a esto labio—
amenazantes, mojados y como armas de guerra,
colgaban cinco viejos trozos de cordel,
o cuatro y un sedal
con el «alacrán» todavía asido,
los cinco grandes anzuelos
firmemente incrustados en su boca.
Un cordel verde, raído hacia el extremo
donde lo rompió, dos cordeles más gruesos,
y un delgado hilo negro
aún torcido por el forcejeo y la dentellada
de cuando se partió y él huyó.
Como medallas con cintas
desgastadas y ondeantes,
cinco pelos de una barba de sabio
colgando de su adolorida quijada.
Lo miré fijamente
y la victoria se apoderó
del pequeño bote alquilado,
desde el charco de la quilla
donde el aceite había desparramado un arcoiris
alrededor del corroído motor
hasta el latón de sacar agua, anaranjado por el óxido,
el banco de remar hendido por el sol,
la chumacera con sus cuerdas,
la borda— ¡todo, todo, todo
se transformó en arcoiris!
Y dejé escapar el pez.

Versión de Orlando José Hernández

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posted by Alfil @ 1:08 PM  
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